Abuelita ¡No te vayas!

por Revista Hechos&Crónicas

Beber una taza humeante y dulce de café en compañía de tu madre parece el mejor plan para pasar una tarde agradable y en paz. Pero, incluso el más alegre panorama puede tornarse agridulce cuando la charla gira en torno a temas que hieren el corazón, que penetran en la fibra más sensible y pueden hacer que un día soleado parezca encapotado y lluvioso.

No resulta agradable escuchar de labios de tu madre, entre lágrimas de hondo dolor y frustración, que, de acuerdo con los médicos, tu abuela ya se encuentra en la fase terminal de Alzheimer, uno de los tipos de demencia más comunes entre adultos mayores y que afecta profundamente las funciones cerebrales del paciente.

Según los especialistas bajo cuya responsabilidad médica ella se encuentra, ya no reconoce a nadie. Mi querida abuela, “mi tata” (como siempre la he llamado), no es más que un cuerpo vacío, una mente otrora lúcida que se ha desdibujado hasta el punto de no ser capaz de reconocer a su propia hija.

Hace un año podía seguir en silencio el ritmo de una gaita gallega con los pies, o de sonreír al ver mi abultado vientre, que se movía con las pataditas de mi bebé, porque la memoria afectiva es lo último que pierde el paciente con Alzheimer. Pero, en esos ojos tan queridos ya no encontramos el sutil destello de un recuerdo, sólo la ansiedad de una persona que ha quedado atrapada en sus propios huesos.

Resulta abrumador cómo las experiencias dolorosas nos ayudan a reflexionar acerca de nuestra madurez ante la vida y nuestro comportamiento para con los demás.

Cuando era pequeña, a mediados de la década de los noventa, creía que la vida sería como un eterno día de verano. La posibilidad de que alguno de mis seres queridos faltara alguna vez parecía muy remota. La muerte era algo que sólo sucedía cuando las personas alcanzaban una edad muy, muy avanzada.

No pensaba eso ni me preocupaba. Tenía la protección de mis padres, su cuidado amoroso, y el de mi querida abuela, que me recibía cada mañana con un desayuno caliente y me llevaba de la mano a la escuela.

En mi inocencia infantil, en mi mundo irreflexivo, ella iba a estar viva y sana muchísimo tiempo. Algún día me vería caminar de la mano de mi esposo y se convertiría en bisabuela. Estaría lúcida para disfrutar de mi hijo.

Sin embargo, hoy no es así. Mentiría si dijera que no he preguntado a Dios muchas veces, iracunda y entre lágrimas, por qué una mujer tan humilde, trabajadora y honesta, seguidora fiel de sus caminos, tuvo que afrontar el duro destino de una enfermedad tan devastadora, cuando podría haber estado disfrutando de sus años dorados, de una vejez feliz y una paz muy merecida. Mi madre tiene ya dos años velando a mi abuela. La está velando en vida, porque en ese cuerpo tan amado, que tanto añoramos, ya no hay nadie con quién hablar. Al menos no la persona que tanta falta nos hace. Y es en estos momentos de reflexión, de tristeza por las circunstancias, cuando tendemos a pensar en lo que podríamos haber hecho mejor. Parece muy humano e inevitable flagelarse por aquello que creemos que no hicimos bien o por nuestros pecados de omisión, que muchas veces remuerden más que los de acción.

“¿Y si la hubiera llamado más? ¿Si la hubiera visitado con mayor frecuencia?” ¡Cuánta angustia por preguntas que ya nunca tendrán respuesta! Cuando creemos que tenemos todo el tiempo del mundo, la vida cambia en un instante. Y es que a veces parece que lo que el Señor hace no tiene sentido. O al menos eso dice el libro del doctor estadounidense James Dobson.

Cuando la tristeza me sobrepasa al pensar en el estado de salud de mi abuela, mi esposo me invita a la paz y a pensar con sabiduría. Sí, tuvo una buena vida; fue una excelente mujer, su esencia y sus valores perdurarán en nosotras, mientras honremos lo que ella nos inculcó. Instruye al niño en el camino correcto, y aun en su vejez no lo abandonará. Proverbios 22:6.

Parece vano este consuelo, cuando nuestra necesidad humana de reparar todo es, en ocasiones, más fuerte que cualquier otra cosa que podamos pensar o sentir. Pero, a pesar de que no alivia por completo mi dolor por la progresiva pérdida de una persona a la que amo y todavía necesito, me ayuda a sanar. Un amor no reemplaza otro, pero ayuda a que las heridas por una pérdida cicatricen. Como la energía, el amor no se destruye, sino que se transforma. Y por el amor que le profesamos a mi abuela, hoy valoramos mucho más la huella que ella dejó en su paso por nuestras vidas, y en lo que Dios ha hecho por ella, en medio de su enfermedad.

Damos gracias por la atención médica que recibe las veinticuatro horas, el país que la acogió, el respeto de sus amigos que la recuerdan aún en la distancia; y el amor que no le falta.

Es lamentable y doloroso, sin embargo, que no todos nuestros ancianos corran con la misma bendición ni estén bajo el amparo de aquellos que tienen el deber moral de cuidarlos en su vulnerabilidad. Un reciente informe de la Universidad de La Sabana arrojó que sólo el 26% de las  personas mayores de 65 años de edad en el país están pensionadas. A esta situación, reseñó el portal de La Opinión en junio de 2017, se le suma la depresión, enfermedad que padece el 40% de esta población.

Asimismo, entre el 1° de enero y el 30 de abril de 2017, el Instituto de Medicina Legal reportó 131 casos de violencia intrafamiliar contra el adulto mayor, informó el diario El Tiempo en su página web. “De los afectados, 73 eran hombres y 58 mujeres”.

Entre la soledad y el abandono termina la vida de muchos ancianos en Bogotá, “que con indolencia son dejados a la deriva como trastos viejos, cuando llegan a la edad del olvido. Ante nuestros ojos, las calles bogotanas se han venido convirtiendo en asilos sin techo, sin presupuesto y sin amor, nuestros abuelos, que tanto le han aportado al país, están recorriendo la ruta de la miseria y la soledad al ser abandonados”, escribió Laura Patricia Delgado Puentes, según el portal las2orillas.co.

Sí, definitivamente lo que Dios hace no tiene sentido. Y es posible, estimado lector, que en algún momento de su vida cristiana también haya experimentado el mismo sentir.

Desde luego, la Biblia nos dice que nosotros carecemos de la capacidad para comprender la mente infinita de Dios o la manera en que él interviene en nuestras vidas. Este es un asunto que podemos ver claramente en 1 de Corintios 2:16: ¿quién ha conocido la mente del Señor para que pueda instruirlo?

El mismo personaje bíblico de Job padeció incontables penurias ¿Debemos suponer, entonces, que esta incapacidad de encontrar el consuelo de Dios y hablar con él en ciertos momentos de aflicción fue algo exclusivo de Job? No.

Todos atravesamos tiempos de crisis, y es posible que, como yo, usted haya pensado que lo que el Señor hace no tiene sentido.

¡Pero, tratar de entender a Dios es tanto como pedirle a una hormiga que comprenda la física nuclear! Aunque suene exasperante, en lugar de preguntar con tanta soberbia “¿por qué?”, haríamos mejor en dar solución a aquello que sí está en nuestras manos ¡Cómo quisiera que mi tan afligida “abuelita, no te vayas” cambiara la realidad que ella vive hoy! Y muy probablemente usted también desearía poder arreglar algo que lo acongoja.

Dios, sin embargo, no nos ha dejado inútiles y vulnerables ¡Podemos decir con orgullo que somos sus hijos! Y así como un hijo debe honrar a su padre, debe estar en nosotros honrarle a Él. Menos preguntas y más acciones.

Nuestro país nos necesita, las personas que forman parte de nuestras vidas nos necesitan. Nuestros ancianos nos necesitan. Si acogemos y respetamos, haremos honor a lo que nos inculcaron quienes nos amaron y ya no están. Porque amar es recordar.

Por: Verushcka Herrera R. – @vhequeijo.

Foto: Depositphotos

Artículos relacionados

Dejar comentario

Are you sure want to unlock this post?
Unlock left : 0
Are you sure want to cancel subscription?
¿Chatea con nosotros?